Félix Andrés Urabayen Guindo nacido en Ulzurrun (Navarra) el
año 1883, llega a Toledo a finales de 1911, después
de haber ejercido como maestro en su tierra, llegando a ser
Director de la Escuela Normal de Toledo. Destacó como
novelista. Colaborador de periódicos como El Sol y El
Castellano en los que plasmó numerosas narraciones sobre
costumbres y paisajes toledanos, como este que reproducimos
referido a Orgaz (1).
TEXTO
Pasado Ajofrín, antes
de entrar en Sonseca, empieza la tierra llana. Claro que decir
llana es un acreditado tópico retórico; nada hay
de auténtica planicie en estas altas mesetas manchegas.
El terreno, horizontal visto de lejos, se encrespa en los regazos
y se arruga en las hoyas. Hasta el Alto de Yébenes, la
llanura, sarpullida por el oscuro borrón de los olivos,
temblequea indecisa en el silencio anónimo de la "ancha
y plana Castilla".
"Para mí -suele decir el toledano clásico- tanto monta Ajofrín como Sonseca." Y esto no
puede pasar; es un verdadero insulto para dos pueblos
que tienen su personalidad bien definida. Indeciso, estático,
trascendiendo a fiambre, Toledo; pero Ajofrín y Sonseca,
no. Labrandero y agrónomo hasta el tuétano, Ajofrín
ha cedido a su vecina la hegemonía comercial. Sonseca profesa
el dogma "Más vale onza de trato que arroba de
trabajo". De Sonseca son las inteligencias más
ágiles y emprendedoras de toda la provincia. Si algún
mañana lejano Toledo da una dinastía de banqueros
al estilo de los Rostchild alemanes, puede afirmarse sin vacilar
que serán sonsecanos. Un pueblo que ha inventado las célebres
marquesitas y el auténtico mazapán lleva mucho adelantado
para azucarar sólidamente los créditos y las finanzas.

Portada del libro de
Urabayen
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Pero hoy no podemos entrar en Sonseca, porque nos aguarda Orgaz,
solar de viejos hidalgos, todos de línajudo abolengo. Pueblo
lleno de prestigio para el artista, hace sonreír un poco
socarronamente a los comarcanos. Mientras los de Orgaz cazan
o toman el sol, como cumple a tan nobles caballeros, Mora y Sonseca,
azadón en ristre -ventajas de no tener pergaminos- , se
van metiendo en los fondos nobiliarios gracias a su estupendos
terruños, y hoy una oliva, mañana un pegujal, concluirán
por anexionarse hasta los dólmenes emplazados a la vera
del camino . DóImenes que desharán para plantar
viñas y acrecentar la uvada; porque Mora, como Sonseca,
tal vez no tenga sentido histórico, pero económico
sí lo tiene, y muy desarrollado...
En Orgaz quedan restos de murallas y las ruinas del castillo donde
vivió y murió aquel célebre conde de Orgaz,
que sin el pincel de el Greco y comentarios de Cossío,
no pasara de ser el vulgar testador que deja un censo a la Iglesia
en la forma prosaica de un puñado de escudos y unas cuantas
gallinas. Quedan también retazos de perdidas grandezas:
la iglesia monumental, las traíllas de galgos, los portones
blasonados, y, sobre todo, los hidalgos sesteando en el casino,
acodados en el prócer sillón de cuero cordobés,
el cigarrillo al desgaire, y los muy activos jugando al tresillo.
Orgaz es cabeza burocrática de partido, con gran disgusto
de Mora, que en secreto tal vez le envidia esta primacía,
sin perjuicio de sentir un profundo desdén por sus vecinos.
Algo parecido a lo que ocurre entre Barcelona y Madrid, a quien
en pequeño se asemejan bastante ambos rivales. Si
Mora, por su actividad, su espíritu industrial y su fondo
trabajador y ahorrativo, recuerda algo a Barcelona, Orgaz, con
sus empleados, escribanos, abogados, vagos, señoritos y
ha un cogollo de aristocracia, podría ser el Madrid de
la provincia. Un rico de Mora es craso, rechoncho, de moruna
pelambrera y cachazudo parlar. Posee por término
medio diez o doce mil olivos y un par de fábricas modernas
de aceites y jabón. Un rico de Orgaz es alto, enjuto
y grave como el caballero de la mano al pecho. Tiene unas
piernas de zancuda, unas barbas heroicas, los mejores perros del
contorno, una escopeta algo vieja, pero que no cambiaría
por nada, y un escudo en su portón. En el casino
moracho se habla de cotizaciones, de ventas, de escrituras o hipotecas.
En el casino de Orgaz no se oye hablar más que de cacerías,
de liebres, de perdices, de jabalíes. Y alguna vez,
de Dulcineas...
Y así está el problema espiritual. Orgaz,
pese a su categoría administrativa, no puede -quizá
no lo pretenda tampoco- dominar a Mora, como el mosquito no puede
comerse al águila. Mora, por su parte, aunque sí
lo pretende, no acaba tampoco de devorar a su presa; siente un
vago respeto hacia el gesto señorial, vago e inútil,
del histórico Orgaz. Es un problema de ajedrez humano
en donde todas las partidas rematan en tablas; avanzan siempre
los peones de Mora; mas no llegan a comerse la torre del cazador.
Es cierto que el rico Camacho puede acabar con los últimos
terrones de nuestro señor Don Quijote; pero no lo es menos
que el Quijote orgaceño le amarga sus bodas a la industriosa
y rica villa mientras conserve la fuerza de su lanzón curialesco
y burocrático. Acaso el pleito tenga feliz solución
en la descendencia amalgamada, y todos saldrán ganando.
La grasa económica de Mora se afinará, transformándose
en cenceña. El último hidalgo limpiará
sus pergaminos de la roña usuaria de las hipotecas.
Y hasta puede que se salve de alma y cuerpo relegando
el rosario y cogiendo el azadón, pues, según leímos
en cierto documento del siglo XVII, unos frailes pleiteantes afirman
que al que tiene un trozo de tierra le pertenece por derecho correspondiente
trozo de cielo...
Dejamos Orgaz al atardecer. La tierra se empina en plano
levemente inclinado a ganar la estribación casi perpendicular
del puerto de Yébenes. Desde el monte se ve toda
la llanura, amortajada en la sábana infecunda de los barbechos,
como un cuerpo demasiado exprimido por el trabajo que sólo
aspira a dormir eternamente. Sangra el paisaje entre los desgarrones
del sol que se pone, y la trama entretejida de los senderos y
atajos es una red de venas blancas que se van anulando sobre las
livideces de la piel. A los costados, lejanos, se amoratan
los montes de Toledo, erizados de rañas azules en la cumbre,
manchados en las laderas por pequeños corros blancos; son
los pueblos. Polán, el de noble estirpe; Cobísa
y Noez, terruñeros de raza; Mora, con su castillo avizorante;
Orgaz, cuna de hijosdalgos; Sonseca, Mazarambroz y, por último,
Ajofrín, el que cobijó a Manrique, poeta bien castellano.
No; la llanura no es monótona: tiene sus arrugas, sus quiebras
graciosas y sus cuadrículas rojas que al sol zurcen de
olivos acerados los desgarrones de los barbechos. Paisaje
unisonante de mil tonalidades suavemente acordadas, inaccesibles
al pintor por las dificultades de entonar una tierra carente de
contrastes. Acaso Cristóbal Ruiz acertara a proyectar
sobre un lienzo el ritmo sereno de la llanura con el mágico
resplandor de sus colores sencillos, que resbalan desde el amarillo
al gris.
A nuestra espalda hay dos molinos de viento jubilados y
maltrechos. Uno lo están deshaciendo, y a los golpes
del martillo se desmorona también la rica leyenda de la
llanura, cuna de una raza y fosa de un ideal. ¡Aspas de
molino! ¡Fantasía de la tierra llana! ¡Quiero
ofrendar mi postrer plegaria, por lo mismo que caéis
prosaicamente a los mandobles de los escuderos,
sin aureola de martirio! Cualquier Sancho audaz os desclava por viejos e inservibles, porque el Bachiller
Carrasco tritura en diez minutos con su fábrica de harinas
vuestra molienda de un año. El trote cochinero de
Rocinante ya no sirve: el siglo marcha a noventa por hora y embalando...
Félix
Urabayen
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(1)
Texto tomado de: URABAYEN, Félix: Estampas del camino.-
Madrid: Espasa Calpe, (1935), pp. 120-128 
"Plegaria de la tierra llana" se publicó
el 7 de diciembre de 1.930 en el periódico El Sol, siendo
recogido posteriormente en el libro "Estampas del camino". |